Disimular es fingir no tener lo que se tiene.
Simular es fingir tener lo que no se tiene. Lo uno
remite a una presencia, lo otro a una ausencia.
Pero la cuestión es más complicada, puesto que
simular no es fingir: «Aquel que finge una enfer-
medad puede sencillamente meterse en cama y
hacer creer que está enfermo. Aquel que simula
una enfermedad aparenta tener algunos sínto-
mas de ella». Así, pues, fingir, o disimu-
lar, dejan intacto el principio de realidad: hay
una diferencia clara, sólo que enmascarada. Por
su parte la simulación vuelve a cuestionar la
diferencia de lo «verdadero» y de lo «falso», de
lo «real» y de lo «imaginario». El que simula,
¿está o no está enfermo contando con que os-
tenta «verdaderos» síntomas? Objetivamente,
no se le puede tratar ni como enfermo ni como
no–enfermo. La psicología y la medicina se de-
tienen ahí, frente a una verdad de la enfermedad
inencontrable en lo sucesivo.
el asunto remite a la religión y al simulacro de la divinidad:
«Prohibí que hubiera imágenes en los templos
porque la divinidad que anima la naturaleza no
puede ser representada.» Precisamente sí puede
serlo, pero ¿qué va a ser de ella si se la divul-
ga en iconos, si se la disgrega en simulacros?
¿Continuará siendo la instancia suprema que
sólo se encarna en las imágenes como represen-
tación de una teología visible? ¿O se volatilizará
quizá en los simulacros, los cuales, por su cuen-
ta, despliegan su fasto y su poder de fascina-
ción, sustituyendo el aparato visible de los ico-
nos a la Idea pura e inteligible de Dios? Justa-
mente es esto lo que atemorizaba a los icono-
clastas, cuya querella milenaria es todavía la
nuestra de hoy. Debido en gran parte a que pre-
sentían la todopoderosidad de los simulacros, la
facultad que poseen de borrar a Dios de la con-
ciencia de los hombres; la verdad que permiten
entrever, destructora y anonadante, de que en el
fondo Dios no ha sido nunca, que sólo ha existi-
do su simulacro, en definitiva, que el mismo Dios
nunca ha sido otra cosa que su propio simula-
cro, ahí estaba el germen de su furia destruc-
tora de imágenes. Si hubieran podido creer que
éstas no hacían otra cosa que ocultar o enmas-
carar la Idea platónica de Dios, no hubiera exis-
tido motivo para destruirlas, pues se puede vi-
vir de la idea de una verdad modificada, pero su
desesperación metafísica nacía de la sospecha
de que las imágenes no ocultaban absolutamente
nada, en suma, que no eran en modo alguno imá-
genes, sino simulacros perfectos, de una fasci-
nación intrínseca eternamente deslumbradora.
Por eso era necesario a toda costa exorcisar la
muerte del referente divino.
Está claro, pues, que los iconoclastas, a los
que se ha acusado de despreciar y de negar las
imágenes, eran quienes les atribuían su valor
exacto, al contrario de los iconólatras que, no
percibiendo más que sus reflejos, se contenta-
ban con venerar un Dios esculpido. Inversamen-
te, también puede decirse que los iconólatras
fueron los espíritus más modernos, los más aven-
tureros, ya que tras la fe en un Dios posado en
el espejo de las imágenes, estaban representan-
do la muerte de este Dios y su desaparición en
la epifanía de sus representaciones (no ignora-
ban quizá que éstas ya no representaban nada,
que eran puro juego, aunque juego peligroso,
pues es muy arriesgado desenmascarar unas
imágenes que disimulan el vacío que hay tras
ellas).
Así lo hicieron los jesuitas al fundar su po-
lítica sobre la desaparición virtual de Dios y la
manipulación mundana y espectacular de las
conciencias —desaparición de Dios en la epifa-
nía del poder—, fin de la trascendencia sirvien-
do ya sólo como coartada para una estrategia
liberada de signos y de influencias. Tras el ba-
rroco de las imágenes se oculta la eminencia
gris de la política.
Así pues, lo que ha estado en juego desde
siempre ha sido el poder mortífero de las imá-
genes, asesinas de lo real, asesinas de su pro-
pio modelo, del mismo modo que los iconos de
Bizancio podían serlo de la identidad divina.
A este poder exterminador se opone el de las
representaciones como poder dialéctico, media-
ción visible e inteligible de lo Real. Toda la fe
y la buena fe occidentales se han comprometido
en esta apuesta de la representación: que un
signo pueda remitir a la profundidad del sentido,
que un signo pueda cambiarse por sentido y que
cualquier cosa sirva como garantía de este cam-
bio —Dios, claro está. Pero ¿y si Dios mismo
puede ser simulado, es decir reducido a los sig-
nos que dan fe de él? Entonces, todo el sistema
queda flotando convertido en un gigantesco si-
mulacro —no en algo irreal, sino en simulacro,
es decir, no pudiendo trocarse por lo real pero
dándose a cambio de sí mismo dentro de un cir-
cuito ininterrumpido donde la referencia no exis-
te.
Al contrario que la utopía, la simulación par-
te del principio de equivalencia, de la negación
radical del signo como valor, parte del signo
como reversión y eliminación de toda referen-
cia. Mientras que la representación intenta ab-
sorber la simulación interpretándola como falsa
representación, la simulación envuelve todo el
edificio de la representación tomándolo como
simulacro.
Las fases sucesivas de la imagen serían és-
tas:
— es el reflejo de una realidad profunda
— enmascara y desnaturaliza una realidad
profunda
— enmascara la ausencia de realidad pro-
funda
— no tiene nada que ver con ningún tipo de
realidad, es ya su propio y puro simula-
cro.
En el primer caso, la imagen es una buena
apariencia y la representación pertenece al or-
den del sacramento. En el segundo, es una mala
apariencia y es del orden de lo maléfico. En el
tercero, juega a ser una apariencia y pertenece
al orden del sortilegio. En el cuarto, ya no co-
rresponde al orden de la apariencia, sino al de
la simulación.
El momento crucial se da en la transición
desde unos signos que disimulan algo a unos
signos que disimulan que no hay nada. Los pri-
meros remiten a una teología de la verdad y del
secreto (de la cual forma parte aún la ideología).
Los segundos inauguran la era de los simulacros
y de la simulación en la que ya no hay un Dios
que reconozca a los suyos, ni Juicio Final que
separe lo falso de lo verdadero, lo real de su re-
surrección artificial, pues todo ha muerto y ha
resucitado de antemano.
Cuando lo real ya no es lo que era, la nos-
talgia cobra todo su sentido. Pujanza de los mi-
tos del origen y de los signos de realidad. Pujan-
za de la verdad, la objetividad y la autenticidad
segundas. Escalada de lo verdadero, de lo vivi-
do, resurrección de lo figurativo allí donde el ob-
jeto y la sustancia han desaparecido. Producción
enloquecida de lo real y lo referencial, paralela
y superior al enloquecimiento de la producción
material: así aparece la simulación en la fase
que nos concierne —una estrategia de lo real,
de neo–real y de hiperreal, doblando por doquier
una estrategia de disuasión.
Texto de Jean Baudrillard
Del libro Cultura y Simulacro
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