El término parece haber sido inventado por Jacobi, para designar la incapacidad de la razón para captar la existencia concreta, que sólo alcanzaría la intuición sensible o mística. La razón, separada de la creencia, es incapaz de pasar del concepto al ser (como prueba la refutación kantiana de la prueba ontológica); sólo puede entonces pensar esencias sin existencia (al disolverse sujeto y objeto en una pura representación), y en este sentido, para Jacobi, todo racionalismo es un nihilismo. En francés, y en una acepción menos técnica, el término fue popularizado por Paul Bourget, que lo definía como «una mortal fatiga de vivir, una lúgubre percepción de la vanidad de todo esfuerzo». Pero fue evidentemente Nietzsche, prolongando la doble influencia de Jacobi y de Bourget, quien le dio sus credenciales filosóficas. La razón no proporciona ninguna razón para vivir: sólo desemboca en abstracciones mortíferas. El racionalismo, también para Nietzsche, es un nihilismo. Pero no es una corriente de pensamiento entre otras: es el universo espiritual que nos aguarda. «Lo que narro —dice Nietzsche— es la historia de los dos próximos siglos. Describo lo que vendrá, lo que no puede dejar de venir: el advenimiento del nihilismo». Estamos en ello. El problema consiste en cómo salir de él.
«¿Qué significa el nihilismo? Que los valores supremos se deprecian —contesta Nietzsche—. Ya no hay respuesta a la pregunta: “¿Para qué?”». Las ciencias, que pretendían reemplazar a la religión, no suministran ninguna razón para vivir: su culto de la verdad no es más que un culto a la muerte. De ahí esta «doctrina del gran hastío: “¿Para qué?” ¡Nada vale la pena!». Nietzsche pretendió soslayarla mediante el esteticismo, o sea, mediante el culto de la hermosa apariencia, del error útil a la vida y de la ilusión creadora («el arte al servicio de la ilusión, ése es nuestro culto»), y ése es el nihilismo actual. Sólo se puede eludir regresando a la verdad del ser, como dirá Heidegger, y de la vida, como pretendía Nietzsche, pero que no es mentira e ilusión, sino potencia y fragilidad, potencia y resistencia (conatus): deseo, en el hombre, y verdad. Lo que equivale a inclinarse más por Spinoza que por Nietzsche, más por la lucidez que por la ilusión, más por la fidelidad que por la «inversión de todos los valores» y, en definitiva, más por la humanidad que por el superhombre. «¿Qué es el nihilismo —pregunta Nietzsche— sino este gran hastío? Estamos fatigados del hombre...». Habla por ti. El nihilismo es una filosofía de la dificultad-para-gozar, la dificultad-para-amar y la dificultad-para-querer. Es la filosofía de la fatiga, o la fatiga como filosofía. Perdieron la capacidad de amar, como dice Freud de los depresivos, y extraen la conclusión de que nada es amable. Los valores sólo pierden su valor para quienes, para poder amar, tienen necesidad de un Dios. Para los demás, los valores siguen valiendo o, mejor, valen de una forma más urgente: porque ningún Dios los funda ni los garantiza, porque sólo valen en la medida del amor que nosotros les otorgamos, porque sólo valen para nosotros y por nosotros, que los necesitamos. Razón de más para servirlos. El relativismo, lejos de ser una forma de nihilismo, es su remedio: que todos nuestros valores sean relativos (a nuestros deseos, a nuestros intereses y a nuestra historia) es una poderosa razón para no renunciar a las relaciones que los hacen ser. No porque la justicia exista hay que someterse a ella (dogmatismo), ni habría que renunciar a ella porque no existiera (nihilismo), sino que es necesario realizarla porque no existe (sino en nosotros, que la pensamos y queremos: relativismo).
Contra el dogmatismo ¿qué? La lucidez, el relativismo y la tolerancia.
¿Y contra el nihilismo? El amor y la fortaleza.