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MATERIA OSCURA - MATERIA MISTERIOSA
Es curioso, pero es así: los hombres quedamos satisfechos cuando nos explican una cosa que no entendemos en términos que todavía entendemos menos; cuando nos «aclaran» un concepto con una terminología o locución que todavía nos resulta más enigmática y complicada.
—¿Que no entiende cómo va el mundo, usted? ¿Pero no ve que se trata de un proceso estocástico de entropía difusa?
—¡Ah! Debe ser eso.
No, no es ninguna broma. Véase si no cómo explican las revistas y los periódicos el descubrimiento sobre el origen y la composición del Universo realizado gracias al telescopio de Wilkinson: «Sólo el 4% del Universo está formado por materia ordinaria, como la de los astros y los seres vivos. El resto se divide en un 23% de una materia oscura que los científicos no han conseguido desenmascarar y un 73% de materia misteriosa que saben que existe pero que no saben qué es. Ésta es la composición que explica el origen y el destino del Universo». O sea, que todo queda claro si entendemos este mundo como la suma de una materia oscura que no vemos, más una materia misteriosa que desconocemos. ¡Válgame Dios!
Fórmulas matemáticas, latinajos, materias «oscuras» o «misteriosas», términos abstrusos y crípticos —ergonomía, semántica, estereometría— que no sirven tanto para explicar los fenómenos como para neutralizar su efecto inquietante; para eliminar la angustia que nos produce cualquier cosa que no esté controlada, cualquier fenómeno no socializado por el verbo. Y es así como nos quedamos satisfechos: sustituyendo una realidad que no entendemos por una palabra que entendemos menos aún, pero que la saca del dominio inquietante de lo sin nombre, transformando lo que es extraordinario en ordinario: elmisterium tremendum en duendecillo doméstico —o académico—. Ya Aristófanes se reía de esos filósofos que pretendían sustituir a Dios por «estos átomos y remolinos tan misteriosos e inexplicables como Dios mismo».
Pero las necesidades de nuestro curioso metabolismo intelectual no se detienen aquí. También lo que sí conocemos —y esto es todavía más sorprendente—, también eso tendemos a explicarlo mediante un misterio o una quimera. Un reflejo incontenible nos impulsa a definir lo que está claro en términos de lo que está oscuro; a darnos por satisfechos sólo cuando podemos asignar a lo que conocemos un término o un concepto que no entendemos ni podremos entender nunca: Dios, el Inconsciente, el Destino, el Espíritu...
Ahora bien, esta persistencia en explicar los procesos evidentes mediante sustancias ocultas no puede ser un fenómeno casual, una vocación gratuita de nuestra mente. Debemos preguntarnos, pues, cuál es el beneficio o la satisfacción que nos procuran. Y yo creo que gracias a ello conseguimos hacernos un marco o zócalo para instalar el parpadeo frágil y débil de las evidencias sensibles. Es sobre este zócalo que podemos construir la ilusión de un saber que ya no bascula, vago y tambaleante, en la misma cresta de los acontecimientos, sino que se asienta sobre su presunta comprensión...
No es agradable ser consciente de que lo último que podremos llegar a saber será siempre lo penúltimo; que cada nuevo saber es la puerta que da acceso a un nuevo misterio. Es por eso que agradecemos tanto cualquier simplificación que parezca ofrecernos una visión más reducida y acabada de las cosas, aunque sea una palabra o adjetivo que no acabemos de entender. Y de aquí también nuestra afición por lo que es simple y abarcable, incluso en nuestra apreciación del arte. ¿O es que no nos sentimos agradecidos a los autores que nos permiten colonizar un territorio azaroso de nuestra experiencia, que a partir de ellos ya podremos denominar «wagneriano», «impresionista» o «kafkiano»? No sabremos quizás lo que esas cosas significan —pero al menos tenemos para ellas un nombre donde agarrarnos—.
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